Stever Jobs, el factor humano

. viernes, 9 de enero de 2009
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En las semanas previas al inicio de una nueva Macworld (la feria que se celebra anualmente en San Francisco y reúne a todas las empresas del universo Apple) se desarrolló en Estados Unidos un miniculebrón, patético por cierto, pero revelador de datos importantes para entender el actual mundo de los negocios, la tecnología, los medios y aún la naturaleza humana.

La empresa había anunciado ya a mediados de diciembre que ésta sería su última participación en el evento a desarrollarse entre el 5 y el 9 de enero, argumentando que sus acciones de marketing están ahora más orientadas hacia la interacción digital con los consumidores y los Apple Stores. En la misma comunicación informaba que el orador principal sería Phillip Schiller, su vicepresidente de marketing global, quien por primera vez ocuparía el lugar en el escenario que desde hace 11 años monopoliza Steve Jobs, CEO y factotum de la manzanita.

Hasta aquí todo sonaba normal y plausible. La compañía ha ido dejando de participar en los eventos Apple, desde la NAB, la Macworld New York, Macworld Tokyo y la útlima Apple Expo de Paris. Y, en cualquier corporación, alguien con la posición de Schiller puede muy bien ser el key note speaker.

Pero Apple no es cualquier empresa, y Steve Jobs no es cualquier CEO.

Y, -aquí empieza el folletín-: Jobs perdió unos cuantos kilos de peso a lo largo de 2008.

Los medios –desde diarios masivos hasta blogs-, comenzaron a tejer las especulaciones del caso. “No sólo está delgado, sino demacrado”; “cuatro años atrás lo operaron de un cáncer de páncreas, luego de lo cual dijo que se había curado...”; “fuentes bien informadas aseguran que la salud de Jobs se deteriora aceleradamente”; “el proceso tendría su desenlace en la próxima primavera (boreal)”.

Hasta ahí, puro morbo. Pero enseguida se sumaron las acusaciones. “Apple miente”. “Jobs no dice la verdad sobre su estado”. “La empresa tiene una obligación con sus accionistas”. “Jobs pone sus intereses personales por encima de los de los accionistas”.

En buen castellano, la demanda era: “Por qué este cabrón no nos dice de una vez si se está muriendo, a ver qué coño hacemos con nuestras acciones”. Acciones cuya cotización, claro, empezó a bajar.

Los stockholders querían su libra de carne.

Una cuestión de hormonas

El día anterior al comienzo de Macworld, Jobs se vio forzado a salir al cruce de los rumores con una carta personal, explicando que su pérdida de peso era fruto de un desequilibrio hormonal, que ya había comenzado el tratamiento pertinente y que para la primavera confiaban los médicos estaría bien. Decía además: “Continuaré como CEO de Apple durante mi recuperación. He dado más que todo de mi a Apple en los últimos 11 años. Y seré el primero en salir a decir si no puedo continuar cumpliendo las funciones inherentes a ese puesto”.

Más allá de la relativa calma que estas declaraciones llevaron a los atribulados accionistas, cabe señalar el por qué de tanta zozobra, tanta desesperación, tanto revuelo bursátil por la salud de un ejecutivo; y más, del ejecutivo de una compañía tecnológica.

Pasa que este californiano de 53 años, hijo adoptivo de una pareja de la clase trabajadora que abandonó la universidad a los seis meses de empezar, (“no tenía ni idea de qué quería hacer con mi vida ni si la universidad me iba ayudar a descifrarlo, mientras gastaba el dinero que mis padres habían ahorrado toda su vida”) y luego sólo tomó clases de caligrafía como oyente durante algunos semestres, que ama el diseño como componente esencial de todo producto, que se siente más cerca del arte que de los negocios, deslumbró al mundo con ‘la’ computadora personal, y a los 25 años valía ya algunos centenares de millones de dólares. Se fue –echado- de la empresa que había creado, fundó otra superexitosa –NeXT- (tanto que fue comprada por Apple junto con su retorno), otra –Pixar- que inauguró el suceso del cine de animación computada, y en 1997 volvió a su manzana original para tratar de sacarla de una situación más que difícil.

Lo logró, por supuesto. Y luego vino el iPod, el iPhone, y lo que seguirá.

Budista zen, eternamente vestido con jeans y remeras negras (“así no tengo que pensar cada mañana qué me voy a poner”), audaz, perfeccionista, denostado y amado casi por igual.

En 2005 fue invitado por la universidad de Stanford para hablarles a los estudiantes en el acto de graduación. En uno de los tramos de su charla, les dijo: “Su tiempo es limitado, así que no lo pierdan viviendo la vida de algún otro. No se dejen atrapar por el dogma –que es vivir de acuerdo a los pensamientos de otra gente-. No dejen que el ruido de las opiniones ajenas ahogue su propia voz interior. Y, más importante, tengan el coraje de seguir a su corazón e intuición”.

Porque Jobs vive por y para la innovación permanente, y no cuesta creerle que esto le importa más que el dinero. Por eso es el alma de Apple. Y, dicen, la mitad de su valor corporativo. El factor humano, una vez más, por sobre todas las cosas.

De ahí que teman por su vida, por lo que vale en dinero. Sí, ese mundo de los negocios apesta. Él lo sabe, obvio. Pero su motto pasa por otro lado: Stay hungry, stay foolish.

Larga vida a Steve Jobs.

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